sábado, 2 de abril de 2011

LOS OJOS CELESTES DE...

El verano pasado, me refiero al verano del dos mil ocho, decidí conocer el sur argentino. Estaba muy popular el norte (que tampoco conocía, de hecho era la primera vez que salía de Capital Federal) y como siempre voy en contra de la corriente, decidí conocer el sur. Salí de Capital Federal  con muy poco capital, un bolso de lona en una mano y el cofre, con la guitarra adentro, en la otra. Gracias a la bondad de un amigo llegué a Azul, donde me quedé unos días en el campo de sus viejos. Tres días después, cuando las primeras estrellas empezaban a apagarse, empecé a hacer dedo sobre la Ruta 3. Como había renunciado a mi tedioso trabajo de telemarketer, tenía todo el tiempo del mundo, lo que no quería era estar sobre la ruta bajo el intolerable sol de un mediodía de verano. No estaba muy preocupado por la guita, sabía que con mi guitarra me ganaría el pan de cada día, al menos hasta decidir volver a la ciudad que casi nunca duerme.
Después de unas horas, creo que ya eran las siete u ocho de la mañana, con mi pulgar apuntando hacia el cielo cual emperador romano al dar su ‘si’ dentro de un anfiteatro lleno de plebeyos sedientos de sangre o misericordia, un Volvo FH  paró. ‘¿Donde vas?’ me preguntó el chofer, ‘A donde el viento me lleve y el sol me acompañe’ le respondí, entonces me invitó a subir a su camión. Conducía hasta Ushuaia y como mi destino todavía era incierto me pareció lo más apropiado empezar mi viaje desde el punto más sur del país y subir lentamente hacia el norte. El viaje se hacía deleitable, compartíamos la misma adoración por Dylan, en su cabina no paraba de sonar el disco Time Out Of Mind. Era uno de esos viajes que uno recuerda con gusto, no era uno de esos apretujados en el incomodo asiento de un Pehuenche. El velocímetro mostraba una aceleración constante, que descendía sólo en las curvas. Todo iba tranquilo, pasábamos los pueblos como un TGV, viéndolos apenas como una imagen borrosa. Llevábamos mas de dieciséis horas en esa cabina, no habíamos parado ni para mear. Había empezado a llover hacía dos horas ya, se notaba que el viento golpeaba fuere desde el oeste por la curvatura de las antenas en la trompa del mastodonte. Pero nada de eso me asustaba, el camionero había disminuido la velocidad, supongo que se debía a que no se podía ver ni la ruta, eso no me preocupaba, tenía absoluta fe en la experiencia del conductor. Todo se desvirtuó cuando después de unos mates amargos, acompañados con unos bizcochitos de grasa, mis párpado se hacían cada vez más pesados, hice todo el esfuerzo para no dormirme pero el cansancio me ganó y finalmente mis ojos  se cerraron. El camionero me despertó con una sonrisa en su rostro, “El copiloto nunca duerme”, dijo con los ojos ensangrentados y los labios verdes de tanto mate.  Sacó una bolsita, que resulto ser una bolsita de merca y después de aspirar un poco me ofreció, cosa que rechacé.
Ahí estaba, parado en la ruta; con el viento pegándome de costado y al mismo tiempo empapándome bajo las dolorosas, e inmensas,  gotas de la intensa lluvia. Y claro, con el cofre en una mano y el bolso en la otra. Veía las luces coloradas alejarse cada vez más, hasta que finalmente desaparecieron de mi vista.  No tardó en apoderarse de mi un sentimiento de impotencia, seguido por una invasión de soledad. De esas que uno siente estando solo en el medio del océano o del desierto. Cómo rechacé su oferta tan generosa, y como su adicción a esa droga tan encantadora lo convirtió en un paranoico, decidió dejarme tirado en la ruta. ‘Gracias a Dios’ pensé, sólo Dios sabe que era lo que seguía después de drogarme con ese loco. La cosa era que no sabía donde carajo estaba, tenía mi duda entre si estaba en Chubut o todavía en Río Negro, quizá ya estaba en Santa Cruz. Ahí noté mi ignorancia y mi “sentido” de  ubicación geográfica. En fin, estaba completamente perdido y lo único que sabía era que hacía frío y que estaba empapado. No tenía otra opción más que seguir andando,  y como no había divisado ninguna luz hacía un largo rato ya, decidí seguir la trayectoria del camión. Caminé mucho tiempo, puteando en voz alta e intentando llorar sin lograrlo. Estaba oscuro y no podía ver nada más que gotas sobre mis párpados, tenía ganas de tirar la guitarra y el bolso a la mierda, pero logré componerme y seguí caminando hasta que al final vi una luz incierta de lo que parecía ser una casa a lo lejos. En realidad dudaba si era una casa o un coche, pero seguí caminando  hacía aquella luz como un muerto hacía la luz del paraíso. En mi mente maquinaba miles de escenarios en los que me descuartizarían y venderían mis órganos, o esclavizarían para trabajar en alguna plantación de opio. También corría la posibilidad de caer en algún precipicio y todo roto pero aun sin morir sufriría en agonía varios días hasta finalmente morir. En ese momento sentí mi adicción al celular y maldije mi impulso neo-hippie de hacer éste viaje sin tecnología, que fue lo que me impulsó a romper mi celular, quemar mis tarjetas de crédito, todo como lo hizo Alexander Supertramp, pero sin el coraje de quemar los próceres que tanto me había costado ganar.
Entré empapado a un bodegón con una parrilla que obviamente estaba fuera de servicio. Era sin duda una parada de camioneros. Rastrillé el lugar con mi mirada, no encontré al camionero cocainómano
Con mi guitarra tenía pensado sacar unos mangos más de la posible escasa audiencia, pero cuando amagué a sacar mi guitarra del cofre el cantinero me miró con desaprobación y, moviendo su dedo índice de derecha a izquierda, al mismo tiempo que levantaba sus hombros y en su rostro se dibujaba una mirada de empatía, me dio a entender que no estaba permitido.  Había contado siete u ocho hombres  sentados en diferentes mesas y otro hombre sentado sobre un banco alto y apoyando sus codos sobre la barra con sus ojos clavados en el vaso. Yo no tenía suficiente dinero para comer, tenía que ahorrar lo máximo posible. Es por eso que decidí acompañar al viejo solitario en la barra y pedirme un güisqui. ‘Sin hielo’, le dije al cantinero cuando estaba poniendo los dos cúbitos de hielo en la copa, metió sus dedos mugrientos en el vaso y saco los hielos, entonces sirvió una porción generosa de liquido dorado, supuestamente güisqui, y me entregó el vaso con un golpe fuete sobre la madera.
El viejo, de ojos tristes, profundos y grises, nariz afilada, con cabello plateado y desaliñado, me miró y con un ademán, levantando la copa, brindo a nuestra salud y terminó el resto de su güisqui. Yo tomaba el mío lentamente, saboreándolo sin encontrar algún sabor agradable, intentando pensar en cómo le sabrían los primeros güisquis a Morrison. Era un güisqui barato, sin cuerpo y con el alcohol demasiado presente.
No tardó en hablar, el viejo triste sentado a mi izquierda. Con su acento indiscutiblemente asturiano me preguntó de dónde venía, y antes de responderle se interpuso. ‘Yo vengo de un pueblito en Asturias, he venido a la Argentina hace muchos años ya’, dijo triste y lleno de nostalgia. ‘Es un pueblito cerca de Oviedo, al  norte. Muy bonito por lo que recuerdo. No he vuelto allí desde que llegué a éste país.’
Y como mi curiosidad siempre me obliga a hacer preguntas, que tal vez no tendría que hacer, le seguí la charla. ‘¿Por qué vino?’, le pregunté. ‘Fue por amor y por dolor’, empezó a decir, entonces le pidió al cantinero otra copa y continuó. ‘A Sigilinda la conocí cuando era apenas un chiquilín, teníamos nueve o diez años. Amigamos nos en seguida, todavía no conocíamos al amor entre el hombre y la mujer. Llevábamos la inocencia en el alma, jugábamos en el verdor de los montes y a veces en la oscuridad de los bosques. Recuerdo que contamos nos cuentos de hadas y duendes. Poco a poco fuimos creciendo, y poco a poco nuestra amistad se convirtió en amor. Todavía recuerdo el día en que noté en ella una linda mujer, una mujer bonita. Ese día nació nuestro amor.’
La luz del bodegón era tenue y triste al igual que los ojos de aquel viejo. Debería tener unos ochenta años, puede ser que más. El cantinero no prestaba atención a la historia del viejo, estaba leyendo un periódico ya tres días antiguo. Los demás hombres hablaban entre sí  en voces que parecían susurros. Todavía se podía escuchar el canto del viento en el desierto y el golpear de la lluvia en las ventanas, también estaba el humo de los cigarrillos que rodeaba a todos los presentes y abrazaba nuestras lastimeras almas.
El viejo seguía mirando un punto fijo del otro lado de la barra, pensativo; recordando viejos tiempos. ‘Cuando teníamos quince años estábamos completamente enamorados, no imaginábamos el uno sin el otro. No podíamos imaginar un futuro en el que ella no fuese mí mujer y yo su hombre. Al terminar el día de trabajo, en la herrería de mi padre, salía corriendo a casa de ella para verla. Pasábamos los días juntos,  eran días felices. Días de pobreza y hambre, pero felices.
‘Cuando cumplimos diecisiete años decidimos casarnos. Consideramos nos  lo suficientemente adultos para poder tomar esa decisión con inteligencia. Me puse mis mejores vestidos y me dirigí a la casa de ella. Mis padres pensaban que éramos demasiado jóvenes para semejante paso, para el matrimonio. Pero como era su único hijo, cosa rara en aquel entones, y no habían aprendido a negarme nada, recibí su apoyo total. Ya en casa de ella, después de una intensa conversación con su padre en la que le argumentaba con romanticismo juvenil que amamos nos de verdad, recibí también su bendición.’ Las comisuras de sus labios se empezaron a curvar y una sonrisa tímida se dibujó en el rostro del viejo, y por un breve instante pude ver una chispa de vida en sus ojos. Su sonrisa era tímida, sincera y melancólica. Como riéndose de sí mismo al recordarse de joven.
Apuró su güisqui y continuó, ‘Todo el pueblo alegrase ante nuestra decisión, todos querían participar y ayudar. Sigilinda heredó el vestido de novia de su madre, y las costureras del pueblo se juntaron por primera vez  para trabajar todas en conjunto, hicieron algunos ajustes y dejaron aquel viejo vestido como nuevo. Yo heredé el traje de mi padre, era su mejor traje. A mis diecisiete años yo ya tenía la misma contextura que él, el pobre sastre no tuvo mucho trabajo más que cambiar los botones por unos nuevos.
‘Los días pasaban y el día de la boda acercabase, todo el pueblo ansiaba ese día. Todo el pueblo estaba alegre. Las vidas difíciles que llevábamos se olvidaron como frente al día de la Virgencita de Covadonga, o alguna otra festividad.’ Vi que una lágrima logró escaparse de sus ojos húmedos. Su respiración era entrecortada, y sus manos temblaban mientras acercaba el trago a sus labios. ‘Esa mañana, la mañana de mi boda, fue el día más feliz de mi vida’, me dijo. ‘Pero mi felicidad, junto con el buen humor y la felicidad de todo el pueblo, desvaneció cuando escucharon se las explosiones. Provenían desde la  parte del pueblo donde estaba la casa de Sigilinda’, las lágrimas ahora cubrían su rostro y sus ojos estaban completamente empapados. ‘Salí corriendo de la casa de mis padres, mientras corría escucharon se otros dos estallidos, y cuando llegué vi que la casa de Sigilinda estaba completamente destruida y en llamas. Quise entrar, pero unos amigos y vecinos me detuvieron. “Está muerta”, me dijeron, “Vimos lo con nuestros propios ojos”, me gritaban. Recuerdo que la ciudad era un barullo, la gente corría para todos lados, y el humo de las llamas tornó el cielo gris.
‘Sé que después de gritar y luchar para poder entrar me desmayé. Me desperté dos días después en un carro con rumbo a Galicia, me contaron que estuve esos dos días luchando contra una fiebre intensa. Uno de los que estaba en el carro era un amigo, de los que me detuvo. Me contó que mi casa también había volado en mil pedazos y que ya no tenía nadie en aquel pueblo. Si me hubiese quedado me arrestarían por republicano, anarquista o cualquier otro cargo absurdo. No sufrí por la muerte di mis padres, la muerte de Sigilinda fue demasiado fuerte como para poder sentir algún otro dolor.
‘Decidí seguir con él hasta Galicia y ahí tomar un barco para la Argentina, no teníamos dinero, por eso he tenido que vender el reloj de oro de mi abuelo, que tenía en el bolsillo del traje que herede de mi padre, “Está es la única riqueza que tenemos”, me dijo mi viejo, “no te aferres a ello pues si no tienes a quien amar la riqueza no significa nada”. Con lo que nos dieron por el reloj pude nos pagar el pasaje a los dos.’
Las lágrimas no cesaban de deslizarse por las mejillas del viejo, y  al sentir su tristeza mis ojos se humedecieron. Noté que en el bolsillo de mis pantalones tenía un paquete de cigarrillos, gracias a los dioses no estaban mojados. Saqué uno  y le pedí fuego al cantinero, que me miró con cierto desdén  por interrumpir su concentrada lectura, se acercó y me dio una cajita de fósforos. Encendí el cigarrillo e inhale el humo con rencor y placer. Sentí el humo pasar por mi garganta y después llenar mis pulmones… que placer.
Le ofrecí un pucho al viejo, que me agradeció pero rechazó. Volvió a llamar al cantinero y le pidió que nos llene las copas. ‘Con Manolo llegué a la Argentina, no conocíamos a nadie y no teníamos un duro ni para comprar una empanada. Pronto empecé a trabajar en una herrería en Buenos Aires, intentando olvidar la vida de Asturias, pero no podía olvidar los ojos celestes de Sigilinda. Eventualmente perdí el contacto con Manolo, poco tiempo después de llegar se había marchado para Chile. Fue por eso, y además de no conocer a nadie, que después de dos años de trabajo duro en Buenos Aires decidí venir al sur. Me ha ido bien, dediqué mi vida al trabajo y amasijé una fortuna considerable. Nunca me casé, tampoco tuve hijos. Todos los días desde que llegué a la Argentina dedique el tiempo a trabajar. Lo que es la vida, uno nunca sabe lo que le toca.’
Se quedó pensativo, yo apuré mi copa y encendí otro cigarrillo. Miré a mí alrededor y todavía estaban los demás hombres presentes; como muñecos de cera sin ningún tipo de vida, los susurros habían cesado y todos parecían estar perdidos en algún pensamiento. El viejo pidió otra ronda, sacó un pañuelo del bolsillo trasero de sus elegantes pantalones y se secó las lágrimas y los ojos húmedos. Después de aclararse la garganta continuó; ‘Hace unos días he tenido que viajar a Buenos Aires. Quería concretar la venta de todos mis bienes. Ya estaba cansado de acumular una riqueza que no me servía para mucho, y me había decidido volver a Asturias, a mi pueblo natal -a esos bosques negros y arroyos mansos. Quería al menos poner un clavel en el cementerio local. Tal vez encontrar la tumba de Sigilinda, o la de mis padres quizás. En fin, estaba cruzando la Av. 9 de Julio justo a la altura del obelisco; cuando de repente escucho a alguien gritar mi nombre.
‘“¡Isidro!” volvió a gritar el viejo a unos quince metros. Sabía que de algún lado lo conocía y su tonada me resultaba extremadamente familiar. Incluso su rostro me era familiar. A mi edad uno olvida las caras, y aún forzando mi mente mientras el extraño se acercaba, parecía no tener éxito alguno. “¡Isidro, joder!… soy Manolo” Me alegré tanto al reconocerlo que instantáneamente lo envolví entre mis brazos.
‘Abrazamos nos como verdaderos hermanos, habían pasado setenta años o mas desde su partida a chile, y desde entonces lo único que existía de el era una neblina en mi mente. “¿Qué haces aquí?” le pregunté con sincera intriga. “Vengo de ver a mi nieta, acabo de convertirme en bisabuelo.” Recién ahí noté el golpe de los años y el relámpago que es la vida. Continuamos hablando de banalidades, de nuestros setenta y tantos años vividos después de seguir por caminos diferentes.
‘“Hay algo que te quiero contar” me dijo apesadumbrado, y sin mas vueltas continuó. “Hace años de éste episodio y te he buscado sin éxito. Bueno… -se aclaró la garganta y continuó-  Treinta años atrás, quítale o agrégale dos años, me he cruzado con Sigilinda… te he buscado y no he tenido éxito. Lo lamento hermano.”
‘No lo podía creer, Sigilinda estaba viva. Viviendo en el mismo país que yo hacía ya cincuenta años. Mis piernas temblaban al igual que mi voz, y le conté que no sabía que ella seguía con vida. La había dado por muerta, perdida en las llamas de aquella pobre casa. Le pedí la dirección, él me la dio y sin más preámbulos me dirigí a su casa. Estaba contento, y al mismo tiempo toda mi vida pasó por delante de mis ojos. Una vida desperdiciada, pensé.’
‘¿Estaba  viva?’, le pregunté sorprendido. ‘Si, viva, casada, con hijos, nietos y su primer bisnieto’, respondió y continuó. ‘Llegué a su casa agitado, deseoso de verla y con mil palabras saltando en mi mente, sin saber exactamente qué decir. Cuando abrió la puerta seguía bonita, igual que siempre.  Nos pusimos a hablar y las lágrimas se derramaban por nuestros ojos de la misma manera que corren los manantiales por los verdes montes de Asturias. Me contó que la mañana de la boda había ido a Oviedo con su tía a retirar su velo de novia, y que cuando regresó encontró al pueblo destruido y desierto. De mi no tenía noticias, sus padres habían muerto y con sus hermanos menores no tenía techo bajo cual dormir, más que el de la tía. Pronto su tía la casó con un pariente lejano y adinerado. “He sufrido al principio”, me dijo Sigilinda, “¡Y yo he sufrido todos los días de mi puta vida!”, tenía ganas de gritarle. Pero no dije nada y ella continuó, “Pero es un hombre bueno, y un gran padre por sobre todo. Siempre me ha respetado.” Le pedí que se escapase con migo al sur para poder disfrutar nuestros últimos años juntos. Dijo que lo pensaría, me pidió que vuelva a mi casa y que la llame en dos días, que la deje pensar y que ella tendría una respuesta entonces. Eso fue hace dos días hoy a la mañana.’
‘¿La llamaste?, ¿La vas a llamar?’ pregunté ansioso, creyendo en el poder del amor. ‘Si, la he llamado, “Perdóname”, me dijo “pero ahora amo de verdad a mi marido y a mi familia. No puedo”, y colgó.’
Quise invitarlo a tomar otra copa, pero la rechazó. ‘Tómate tú otra copa, o todas las que puedas tomarte’ me dijo mientras se levantaba y sacaba su billetera. Le dio un fajo de billetes de cien al cantinero y le dijo que me sirva lo que yo deseaba. Terminó su trago de un sorbo, ‘Muchas gracias por escucharme, necesitaba descargarme con alguien, tal vez hubiese sido mejor hacerlo con un cura para no llenar tu corazón de penas’, me estrechó su mano y volvió a repetir ‘Gracias’, sacó un pucho de su tabacalera, lo encendió y volvió a hablar, ‘Ahora me disculpo caballero’, dijo mirándome a los ojos, ‘tengo que escaparme al baño.’ El viejo se fue, y mientras el cantinero me servía una copa de su mejor güisqui yo me encendí otro cigarrillo, al mismo tiempo meditando sobre la historia del viejo y en cómo hacer una canción sobre aquella historia triste. Escuche un estallido, todo mi cuerpo se estremeció y el humo que tan placenteramente acariciaba mis pulmones salió disparado de mi boca.
Salí corriendo al cuarto de baño, abrí la puerta y ahí lo vi. Isidro, sentado sobre el retrete, con sus sesos esparcidos por los azulejos de la pared, con sangre y materia gris por todos lados y con el pucho todavía humeando entre los dedos de su mano izquierda. ‘Que lastima’ pensé, ‘parecía un buen hombre.’